Por Sandra Lambertucci

La Feria Internacional del Libro en Buenos Aires se ha convertido, en las últimas décadas, en una suerte de rito masivo, un espectáculo que conjuga la ilusión de la cultura con la necesidad de su consumo. Pero, en su brillo aparente, la feria revela también una paradoja: es un espacio que, por su magnitud, por su despliegue de voces y propuestas, termina siendo una especie de espejo que refleja la escasez de una política cultural que realmente valore la lectura como acto fundamental. La feria, en su monumentalidad, es un festín, sí, pero también un recordatorio de que la cultura no puede reducirse a eventos y presentaciones, por más numerosas y ambiciosas que sean.

La experiencia de la lectura —esa experiencia que nos permite atravesar los tiempos, las historias, las ideas— no se circunscribe a la presencia en una feria ni a la adquisición de libros en una mesa. La lectura es un acto que construye, que nos transforma en la soledad de la habitación o en el bullicio de la calle, y que, sin embargo, requiere de un contexto que la respalde, que la haga posible en la vida cotidiana. La escritura, por su parte, no es solo un acto de expresión individual, sino un acto de resistencia, una manera de poner en cuestión las voces oficiales y las narrativas obligatorias.

Pero, ¿qué sucede en un país donde la política pública no acompaña esa necesidad? La respuesta es simple y triste: que la lectura, en su dimensión social, sigue siendo un privilegio de unos pocos. La feria, con toda su esplendidez, no puede por sí sola revertir esa realidad. Necesitamos políticas públicas que pongan en el centro a la educación y a la cultura, que hagan de la lectura una prioridad, un derecho que no dependa de la condición social o del azar. La inversión en bibliotecas, en programas de alfabetización, en propuestas pedagógicas que despierten el placer de leer y escribir, no son solo gastos, sino inversiones en una democracia cultural de verdad.

La feria, en su gigantesco despliegue, funciona también como una metáfora de lo que podría ser si esa política existiera. Es un recordatorio: un recordatorio de que la cultura no se reduce a los eventos, sino que se construye día a día, en las aulas, en las calles, en las mesas familiares. La verdadera revolución cultural, la que modifica el modo en que nos relacionamos con las palabras, no llegará solo con la presencia en las ferias, sino con un compromiso sostenido y decidido de los gobiernos y las instituciones.

Porque, en definitiva, la feria no es solo un encuentro de libros y autores —es, sobre todo, un espejo de nuestras prioridades como sociedad. Y si queremos que la lectura deje de ser un acto aislado y se transforme en un ejercicio cotidiano, debemos exigir que esa transformación pase por la política, por la educación, por la inversión en la cultura. La feria nos muestra lo que somos, pero también lo que podemos ser: una comunidad que, a través de la lectura y la escritura, pueda seguir soñando, resistiendo y creando.

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